En mayo de 2020, se ha lanzado la nueva Estrategia de la Unión Europea sobre la biodiversidad hasta 2030 para “reintegrar la naturaleza en nuestras vidas”, enmarcada en los grandes retos del Pacto Verde Europeo y de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030 de la ONU. Dentro de la misma, se anuncia una próxima Estrategia Forestal Europea. Estas propuestas de Bruselas ya han recibido algunas críticas.
Por una parte, están aquellos que defienden una mayor protección y renaturalización de nuestros “bosques”, supuestamente diferentes y separados de las “plantaciones de árboles” con fines productivos. Éstos reclaman para Europa la reserva de un porcentaje elevado de la superficie forestal, que estaría bajo un enfoque parecido al de los parques nacionales: cese del aprovechamiento por parte de sus propietarios, dinámicas naturales, acumulación máxima de biomasa en pie y de carbono. Los otros casi ni merecen mención, excepto para criticar sus fines productivistas con un cierto enfoque NIMBY (not in my backyard). Similares críticas recibe la restauración de la cubierta arbórea también en otras zonas del mundo; un ejemplo reciente al respecto condena la sustitución de pastos permanentes tropicales o subtropicales por plantaciones forestales.
Pero por otro lado, es justamente esta división maniquea entre “bosques naturales” (supuestamente “buenos”) y plantaciones forestales (por supuesto “malas”) la que ha despertado la crítica de profesionales y científicos dedicados a la gestión de los sistemas forestales europeos y españoles. De dicha crítica se hace eco un reciente comunicado de la Sociedad Española de Ciencias Forestales entre cuyos socios y su Junta Directiva se cuenta con compañeras del Centro de Investigación Forestal del INIA.
Esta visión simplista no solamente peca por olvidar que el mayor impacto positivo en el ciclo del carbono de los recursos forestales puede ser su potencial de sustituir de la forma “carbon neutro” a la de materiales no renovables de muy alta factura energética y huella de carbono, como son el acero, el cemento o los plásticos. También obvia que una acumulación sin control de carbono en los ecosistemas terrestres es sinónimo de acumulación de combustible, lo que tras los sucesos de los megaincendios dantescos de los últimos años en Portugal, Grecia o Australia, aparece a la vista como absurdo si carece de una gestión técnica e intervención activa adecuada.
Los bosques europeos son sistemas ecológicos a la vez que sociales por su propia naturaleza. Han surgido de la recuperación y evolución de la cubierta forestal de nuestro continente durante el Holoceno, después de la última glaciación, pero incluso desde antes han sido condicionados por la acción humana, ya que la caza de grandes herbívoros hasta su exterminio, o la domesticación y el uso del fuego condicionaban el paisaje, incluso antes de que las roturaciones de las primeras sociedades agrícolas y ganaderas del neolítico transformasen definitivamente este paisaje en cultural. Especialmente en los países mediterráneos, como el nuestro, desde entonces no han existido bosques sin influencia humana, y la historia de sus usos agrosilvopastorales (y también abusos y talas) es milenaria. Es sólo en el último siglo y medio que la normativa de su protección ha supuesto una gran recuperación y expansión de la vegetación forestal.
Hoy en día, la inmensa mayoría de los bosques europeos, y por supuesto los españoles, son bosques secundarios o bosques plantados, exceptuando algunas regiones en los Cárpatos rumanos y ucranianos y por supuesto Rusia. Como tales, han sido objeto de aprovechamiento por parte del hombre y de una gestión forestal, cuyo concepto de sostenibilidad ha ido evolucionando en dos siglos desde una mera exigencia inicial de no acabar con todo el arbolado existente por cortas excesivas, hacia la actual multifuncionalidad de los sistemas forestales, que integra todos los servicios ecosistémicos, desde el suministro de bienes y servicios o la regulación hidrológica y climática hasta sus valores culturales y espirituales (recreativos, paisajísticos o conservacionistas). La evolución de definir, estudiar y comprender estos sistemas complejos adaptativos ha tenido grandes avances en las últimas décadas, y las investigadoras e investigadores del Centro de Investigación Forestal del INIA también han estado recorriendo ese camino.
Si hace cien años, la restauración forestal aún se centraba en unas primeras plantaciones monoespecíficas con especies arbóreas rústicas, acompañadas por el vedado de pastoreo como principal medida de protección –lo que da un significado literal al término anglosajón de “land reclamation” para la restauración de la cubierta leñosa de estos terrenos–, hoy en día se cuenta con herramientas, conocimientos y capacidades entonces impensables para dirigir, imitar y aprovechar los procesos naturales de estos ecosistemas para compatibilizar y optimizar sus funciones ecológicas, económicas y sociales, ahora enmarcadas como Servicios Ecosistémicos.
Por ello, desde el Centro de Investigación Forestal del INIA hacemos nuestra la petición de la SECF de que los principios de ambas Estrategias europeas, la de Biodiversidad y la Forestal, igual que los de la próxima Estrategia Forestal Española por aprobar, deben emanar del conocimiento científico y contemplar la dinámica de los bosques como sistemas ecológicos y sociales a largo plazo.
Como nota final en tiempos de la COVID-19, y como guiño a los mitos románticos, también estamos descubriendo en los últimos años por trabajos de LiDAR remoto, arqueología y etnobotánica que ni la Amazonía es la selva virgen que creíamos, sino bosques secundarios cuya composición local está muy sesgada hacia árboles alimenticios favorecidos por el hombre que ha cultivado esas tierras durante milenios, mejorando el suelo con técnicas como la terra preta, cuyas huellas persisten incluso cinco siglos después de la hecatombe pandémica de los virus paleoárcticos después de 1492 (Levis et al. 2018, Maezumi et al. 2018; Pärsinnen et al. 2020).
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